Puentes de Struga sobre un Puerto Calcinado

Jueves, 31 / Mar / 2005
 
Colombia.com
Las letras colombianas son amadas y afamadas en cada rincón del mundo: las centenarias del Romanticismo; las que pulió José Asunción Silva; aquellas con las que descrestó a los eruditos del Nóbel nuestro García Márquez. Hoy, Andrea Cote Botero, una joven de apenas 24 años pone en alto la poesía nacional al obtener el Premio Internacional Puentes de Struga.

Con su primer y único libro de poemas Puerto Calcinado, Cote Botero, docente del Departamento de Humanidades y Literatura de la Universidad de Los Andes de Bogotá, se hizo merecedora del premio que otorga la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco) en cooperación con el Festival de Poesía de Struga, Macedonia.

El país balcánico entregará el premio a la colombiana el próximo mes de agosto, en el marco del Festival Internacional de poesía de Struga, que rinde homenaje con su premio a los jóvenes poetas que hayan publicado su primer libro durante el año inmediatamente anterior a la versión del evento.

Abrir el Puerto Calcinado de Andrea es involucrarse en su infancia y su juventud. Cada uno de sus poemas permite intuir su tierra natal, Barrancabermeja, una importante población industrial de Colombia a orillas del Río Magdalena. Un puerto “calcinante” por sus casi 40 grados de temperatura.

Sobre su premiada obra, el columnista invitado de www.colombia.com Juan Manuel Mogollón, quien realizó estudios sobre poesía inglesa contemporánea en Londres, dice que a pesar de ser “el primero de una autora joven, nos recuerda el tono cansado de quién ha decidido, después de tanto batallar, sentarse a contemplar la vida”.

En su columna de esta semana, Mogollón descubre en el Puerto Calcinado a una Andrea que, valiéndose de su hermana María, extiende una invitación “a los abatidos y cansados a recordar, más allá del dolor, de la muerte y del miedo, la belleza que se oculta entre las cosas”.

LA MERIENDA
Andrea Cote Botero


También acuérdate María
de las cuatro de la tarde
en nuestro puerto calcinado.
Nuestro puerto
que era más bien una hoguera encallada
o un yermo
o un relámpago.

Acuérdate del suelo encendido,
de nosotros rascando el lomo de la tierra
como para desenterrar el verde prado.

El solar en donde repartían la merienda,
nuestro plato rebosante de cebollas
que para nosotros salaba mi madre,
que para nosotros pescaba mi padre.

Pero a pesar de todo,
tu lo sabes,
habríamos querido convidar a Dios
para que presidiera nuestra mesa,
a Dios pero sin verbo
sin prodigio
y sólo para que tú supieras,
María,
que Dios está en todas partes
y también en tu plato de cebollas,
aunque te haga llorar.

Pero sobre todo, María,
acuérdate de mí y de la herida,
de antes de que pastaran de mis manos
en el trigal de las cebollas
para hacer de nuestro pan
el hambre de todos nuestros días
y para que ahora,
que tú ya no te acuerdas
y que la mala semilla alimenta el trigal de lo desaparecido
yo te descubra, María,
que no es tu culpa
ni es culpa de tu olvido,
que es este el tiempo
y este su quehacer.
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