Madre, tú que desciendes de un universo de bondad,
eres la mano divina cuyo ímpetu protector nos sostiene a cada paso.
Eres la fuerza y el hálito luminoso que disipa la noche de nuestro trémulo caminar por calles vagabundas.

Eres el faro bendito que nos orienta por los inciertos mares de la vida,
pues tu guía es un maravilloso tesoro
que lleva nuestros anhelos coronados de arco iris
hacia puertos enjoyados de tu sabiduría primordial.

Porque la nave de tu compasión es inconmensurable,
a tus ojos todos los niños del mundo, son tus hijos.
Y tus castigos son bendiciones para nuestras almas,
pues nos modelan según el ideal que sólo resplandece en el cielo de tu corazón.

Tú entregas al lento y difícil trabajo del crecer,
una paciencia que con pujanza humilde acorta nuestro largo navegar.
Y por gracia del fuego de tu aspiración a los logros más nobles,
a las cimas más altas, podemos tus hijos ascender.

Madre, flor de Sol con aroma de eternidad,
sólo tus caricias son capaces de curar las mil y una heridas
que la vida nos prodiga.

Madre, llevas la esperanza del hombre en tu desolado corazón,
llevas el futuro de tus hijos en tus brazos generosos
para vencer o perecer, siempre junto a ellos, en el viaje peligroso, triste y alegre del vivir.

Madre, tú que portas los rayos del esplendor de Dios,
que has sufrido, esperado, preparado y realizado todo por nosotros, sobrellevando nuestro peso obstinado y mortal, recibe, hoy día, la rosa eterna de nuestra infinita Gratitud.

─ Renato Huerta T.
(Chile 1962)