¿Tener o no tener hijos?

¿Qué pasa cuando no tener hijos deja de ser una elección? ¿Qué pasa cuando no se trata de no querer, sino de no poder?

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¿Qué pasa cuando no tener hijos deja de ser una elección? ¿Qué pasa cuando no se trata de no querer, sino de no poder?

“Bien, seremos novios, pero entérate de una vez: no pienso casarme, ni pienso tener hijos”. ¿Se imaginan? Afortunadamente, él nunca ha sido hombre de amedrentarse ante los retos. A menos de un año de ser novios, era yo la que ya se quería casar. Con todo mi feminismo y mis ganas de cambiar el mundo sabía que nuestro lugar era estar juntos e iniciar una familia. Este último punto (la familia) me tuvo en jaque durante el siguiente año de preparación para la boda, pues sabía que casarnos implicaba una entrega completa, sin reservas de ninguna especie, ni siquiera las que yo misma había puesto como condiciones al principio de nuestro noviazgo.

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Tener hijos

Lo pensé, leí, hice oración, platiqué con mis papás, hermanas, amigos… Estudié acerca del matrimonio y todas sus implicaciones. Puedo asegurar que sabía a la perfección en lo que me metía, pero incluso ya casada la perspectiva de un embarazo me generaba una tremenda intranquilidad.

Fue entonces cuando una amiga me invitó a usar un sistema de planeación familiar natural, algo tan sencillo como monitorear mi ciclo menstrual y, ¡maravilla!, reconocer los periodos naturales de infertilidad para buscar o evitar un embarazo. Suena maravilloso, ¿no es así?

A los dos meses de graficar, comenzamos a notar patrones inquietantes en mi cuerpo, que sugerían algo que nunca me hubiera planteado antes: tal vez no podría tener hijos. La palabra infértil no rima muy bien con mujer, con femenino, con plenitud, ni con felicidad.
Miedo al embarazo

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¿Que no has visto partos en la tele? Los gritos de las parturientas le ganan a cualquier película de terror.

Los bebés son tan lindos pero invariablemente, crecen.

Sufrir infertilidad me cambió la vida

Sentada en la oficina del ginecólogo y ante esas noticias me di cuenta de lo irreales, de lo egoístas e ilógicos que sonaban ahora mis miedos. Esa noche no pude contener las lágrimas, mi marido no dijo nada, sólo me abrazó. Comenzamos en ese momento el difícil camino de la sanación física y espiritual. No faltó el sentimiento de culpabilidad, preguntándome si mi egoísmo sería el culpable, si debí cuidar más mi salud cuando era adolescente y un largo etcétera.

Un final prometedor

Por fortuna, nuestra historia tuvo un final feliz: hoy me siento profundamente agradecida por ser madre de dos pequeños latosos, que cambiaron mi cuerpo y mis prioridades. También me siento agradecida por los miedos que, al igual que muchas mujeres, experimenté ante la perspectiva de ser madre. Ahora sé que ser padres no es una elección ni mucho menos un derecho, es un regalo, insondable, enorme, que de ninguna forma puedo pagar, y que nos exige una gravísima responsabilidad ante ellos, nuestros hijos, y ante el mundo.

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